Esteban Moore, con lucidez y entrega a la conmoción lingüística que propone la poesía de Pablo Betelu, no deja margen de duda acerca del propósito esencial del autor: "La experiencia personal del poeta", escribe, "su historia particular, a través de la presencia recurrente de la muerte, se inscribe en la otra historia, la del mundo". Así, una subjetividad exaltada por los desechos del alma atormentada por la fugacidad y la escasa incidencia del instante prodigioso de alguna completud, se instala en el mundo como víctima-testigo del acontecer infructuoso de la historia. El título de esta segunda parte del libro, "Sudarios", designa, en su vasto significado -"lienzo con que se limpia el sudor, lienzo que se pone sobre el rostro de los difuntos o en que se envuelve el cadáver"- la única, angustiosa posibilidad del ser humano para instalarse en el mundo, aunque náufrago, en tanto sujeto: náufrago del deseo, náufrago de su voluntad trascendente, náufrago en el acto solitario de extender sobre cada momento de vida el manto final de su incesante postergación. Quedan, sí, y se instalan para siempre, las palabras. Y es en esta afirmación donde el temple desesperado, pero vigoroso, del poeta inscribe la insaciable voracidad del significante. No hay prisión del destino para el suceder del idioma, no hay murallas del orden divino y su patíbulo para contener el frenesí de la materia lingüística perpetuada como sublimidad lacerante. De este modo, cada poema de Pablo Betelu es una escena de entereza vital en el entrevero del cuerpo con su finitud. Las palabras son el sudario que los siglos tallan en la historia como el denuedo de nuestra voluntad de representación. El todo existe gracias a las palabras que nuestra fugacidad impone.
Luis O. Tedesco