Puede el verso tedesquiano, en su reverbero centelleante, volverse versículo y reescribir las escrituras -¿acaso con mayúscula?- de un comienzo que no cesa, la escritura de un dios plebeyo que -en parodia de alegoría- mixtura mitologías griegas con tangueros y caballos, quizás tomándole el pelo al poeta nacional y sus chúcaros homéridas. Generoso como es, con yapas y changüíes y la piedad de los herejes, Tedesco, sintaxero, le da voz a los dioses menores y olvidados en una pampa sin mapa ni consuelo, una voz que nos impone la fluyente música de la nada que se escribe, una voz que entre Perséfone y Mandinga, retumba, fluye, nos atenaza, nos altera. ¿Usted escucha cuando lee? ¿Qué? ¿Aún una cita más? ¿Qué voy a citar, si está todo en el poema, pura letra encabritada? Entonces, quizás sólo sea cuestión de atreverse a la voz alta, a dejarse contagiar, a respirar hondo estos endecasílabos que le harán abrir la boca, lector, y, de pronto, le harán hablar poema, esa leche materna que no es manifiesto ni programa ni ningún artificio amanerado de vanguardia. Y esa voz de una verdad que nos lastima en el idioma quizás nos haga dar un paso, aunque sea en falso; pero ya nunca podremos desandarlo sin que nos resuene, rezosa, inextinguible, filosa, la puta plegaria del vencido. Perla Sneh